Tengo una salud y un estómago de hierro, lo cual creo que heredé de mi familia paterna. Me gusta alardear, diciendo que mi abuela Sara vivió más de 100 años. Este récord es mi talismán y mi esperanza de vida.
Mi abuela tomaba todos los días tres dientes de ajo recién pelados con el jugo de tres limones recién exprimidos en ayunas. No sé si este es el secreto de la longevidad y de la buena salud. Pero tengo ganas de comenzar a practicarlo.
A Sara Villamizar la bautizaron en mayo de 1911 en Bucaramanga, Colombia, huérfana de madre a los seis años, fue criada por su madrina, luego huyendo de su nueva madrastra tomó el tren rumbo a la tierra prometida, el Sur del Lago de Maracaibo. Allí conoció al chino buen mozo y super partidazo que era mi abuelo. Mi abuelo Arturo era muy elegante y tenía un excelente trabajo en la Shell. Al principio vivieron en Casigua donde nacieron sus dos hijos mayores: mi tía Gladys y Guillermo, mi papá, siete años más tarde en Lagunillas llegaría mi tío Félix.

Mi abuela compró un terreno en la carrera 6 de San Juan de Colón (Táchira) y construyó La Nueva Granada, la casona familiar. Tenía una ubicación ideal, a 30 km de La Fría por donde pasaba el Gran Ferrocarril del Táchira que venía de Encontrados (sur del lago de Maracaibo) y continuaba hasta Puerto Santander (Colombia). Desde su Nueva Granada, Doña Sara triangulaba su tierra natal, los campos petroleros donde trabajaba mi abuelo y supervisaba la educación primaria de sus hijos, internos en colegios católicos de San Cristóbal. Pues Casigua era la tierra de los bravos motilones quienes se defendían contra la invasión petrolera. Así que había que tener mucho cuidado para no amanecer atravesado por una flecha. Mi abuelo conservaba fotos.
El Gran Ferrocarril del Táchira, fue construido por los hermanos Juan y Andrés Roncajolo, marselleses que habían solicitado un crédito al Banco de París. Esto lo aprendí escribiendo estas líneas ( Mis hijos también se llaman Juan y Andrés).
Mi abuelo no pudo seguir ascendiendo en su carrera petrolera a falta de un diploma de ingeniero, así que decidieron establecerse permanentemente en el Táchira. Compraron Caño de Guerra una finca de caña de azúcar a las afueras de Colón.
Mi papá se fue a Caracas a estudiar en la Universidad Central de Venezuela y empezó a tener malas juntas, estuvo involucrado en acciones de los izquierdosos de los sesenta en la Central. Mi tia Gladys dice que quería meterse a guerrillero. Lo cierto es que se metió en problemas y regresó a la finca.
El capataz era un lituano llamado Francisco, que como muchos otros huyeron del soviet. Mi abuelo le dijo a Francisco: —mire regresó Guillermo con ideas raras en la cabeza me lo trata como a un obrero más.— Cuentan que esa semana parieron las cochinas unas tras otras y que el trapiche nunca había tenido tanta demanda de panela. Después de saborear la vida proletaria, mi papá regresó corriendo a la Casa que vence la sombra para graduarse de Ingeniero mecánico y además con buenas notas.
No conocí Caño de Guerra, mis abuelos la vendieron, compraron otras casas y decidieron separarse, mi abuelo se fue sin nada a vivir con nosotros, porque él pensaba o pretendía morir muy pronto según sus cálculos. Tenía unos sesenta años.
En 1973, mi papá había terminado su doctorado en Inglaterra y antes de instalarnos en Maracaibo, pasamos unos días en Colón. Fuimos al río, mi abuela estaba horrorizada con el bikini verde que llevaba mi mamá, yo lo recuerdo bien porque llevaba un pareo y un top a juego y a mi mamá le daba lo mismo si era la carrera 6 o Nothing Hill. Ella era una Barbie.
El primer recuerdo que tengo de mi abuela se remonta a ese momento, yo tenía cinco años y de regreso a la Nueva Granada mi abuela me dio un sabroso baño en la batea con agua fría, no nos dejaba mojarnos la cabeza con agua caliente. —El agua caliente es mala para la inteligencia —decía. Hasta el día de hoy, yo solo me lavo la cabeza con agua fría.
Nosotros nos mudamos a San Cristóbal en 1976 y cada quince días, recorriamos 50 Km de carretera andina pasando por Táriba, Lobatera, Michelena, San Pedro del Río hasta San Juan de Colón para ver a mi abuela.
Ella nos recibía con un mantel que había mandado a planchar y a almidonar.— Mandé a lavar el mantel, costo 5 Bs. —nos decía y luego nos íbamos a ver algunos de los adelantos de sus obras porque siempre andaba echando un piso o arreglando una platabanda, tenía varios inquilinos y no sé cómo hacía pero de repente se mudaba de la Nueva Granada a una casa que tenía en el Barrio Urdaneta y de repente, estaba otra vez en la carrera 6. Íbamos a buscar las naranjas al solar y a veces aparecían guamas y zapotes. En otras ocasiones íbamos de visita a casa de la Sra. Trina, su amiga y la persona que le ayudaba con las cuentas.
El almuerzo era prácticamente siempre el mismo, primero un caldito de gallina con bastante culantro, mi abuela me reservaba la matriz, me encantaba, una vez me toco un huevo con cáscara. La gallina nos la ponía para llevar con toda la carne asada que quedaba porque siempre había una buena carne asada. En realidad, los mal llamados restos no era para nosotros, se los mandaba a mi abuelo. Pero eso es otra historia.
Se hacía la parrilla con solomo de cuerito, cerdo e hígado de res. En esos días nos peleábamos por comernos el gordito de la carne, por supuesto que todo estaba adobado con bastante ajo y cilantro, acompañado de una buena yuca sancochada y un aguacate grandote.
Mi mama y mi abuela se tomaban una copita de vino La Sagrada Familia, de ponche crema o una cervecita.
En la mesa éramos cinco, mi abuela y nosotros cuatro, mis padres, mi hermano y yo. Pero había comida para doce o más. Había moras para manchar el mantel, acemas, quesos, cuajada, polvorosas y aliados. Yo no he comido nunca polvorosas como las de la panadería de la carrera 6, quizás sea la ilusión de mi infancia, pero esas polvorosas se convertían en polvo apenas mordisqueandolas y tenían un sabor delicado a clavo de olor, no he conseguido nada parecido en ninguno de mis viajes. Los aliados, son unos dulces que siempre me han fascinado ¿cómo es posible que a partir del caldo de la pata de res puedan preparar esta ricura de masmelo criollo? esa textura deliciosa con sabor a papelón y a canela.
Después del banquete, le leía a mi abuela su horóscopo (geminis) en Estampas y en el Feriado, los encartados dominicales de los dos periódicos de mayor circulación nacional. Un día mi abuela tuvo que arreglar sus papeles venezolanos y al buscar su partida de nacimiento resultó que ella era piscis. Entonces me decía: — majita no importa, léame los dos.—
Se colaba café y mi abuela decía: — no se paren a comprar morcilla, que no se sabe cómo limpian la tripa. Esperen que yo maté un marrano.— Mi papá hacía caso omiso y de regreso nos parabamos a comer unas morcillas de arroz delgaditas espectaculares. Hoy me parece una aberración, considerando todos los manjares que había puesto mi abuela sobre el mantel almidonado, pero allí estábamos mi papá y yo saboreando una morcillita con salsa picante y pidiendo para llevar.
Regresabamos a nuestra casa con el carro cargado, la bandeja de comida para mi abuelo, las frutas, los dulces y algunas plantas. También llegabamos con estropajos y agarradores de olla en patchwork, un estilo abstracto y deconstruido, los hacia hacía mi abuela a partir del montón de retazos que tenía en su máquina Singer. Hoy serían un éxito en Instagram. Realmente ahorita que lo escribo, Doña Sara era lo que hoy llaman una mujer empoderada, de consumo local y sostenible.
Mi abuela era una viajera aventurera nata, además de todas las vías del Gran Ferrocarril del Táchira, le encantaba pasear, agarrar carretera. En las vacaciones del verano de 1980 o 1981, como todos los años, mi hermano y yo pasábamos julio y agosto en la Isla de Margarita en casa de nuestros abuelos maternos. Estabamos paseando con mis primas por el Boulevard Guevara y de repente veo a mi Abuela Sara y a la Sra. Trina sentadas en los bancos de concreto. ¡Increible ! Algo inimaginable hoy, cuando no podemos salir sin GPS ni a la esquina. Yo le digo: —¡Abuela! ¿y qué hace Ud. aquí ? —Majita me vine a ver si la encontraba. — Inmediatamente mi abuela Mela las invitó a quedarse unos días con nosotros.

Una vez se fue a Caracas en avión porque recién habia matado unas gallinas, las llevó como equipaje de mano en dos tobos adobadas con bastante ajo, por supuesto, perejil y cilantro, para que su nieta en la Universidad comiera gallina de verdad, también traía un saco de naranjas y bastantes acemas. El día que me gradué estaba super contenta, aunque terminó disgustada porque la peluquera le quitó su rizado natural.

La última vez que mi abuela me reconoció fue en el 2010 y me dijo :— Sarita, majita lléveme para Colón.— Me lo repitió varias veces. Ya no podía estar sola en la Nueva Granada y vivía con mi tío Felix en Puerto Ordaz. Un año más tarde, organizamos un encuentro familiar para festejarla, sólo reconocía a mis tíos, pero disfrutó el paseo a La Llovizna con el pocotón de bisnietos y de regreso a la casa le robó la cerveza a Michel.









Pretendía escribir sobre la salud y los viajes, pero como ven, me desvie del tema y ahora lo que quiero es irme a contemplar el Catatumbo, llegar a Encontrados seguir el camino hasta La Fría, buscar algún rastro de Juan y Andrés Roncajolo y llegar a la carrera 6, actualizar la Nueva Granada en mis recuerdos y de allí coger carretera para San Cristóbal donde me quedan algunos buenos amigos ¿Quién me acompaña ?
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